Adiós a Nihil Obstat | Hola a The Catalán Analyst





Después de 13 años de escribir en este blog prácticamente sin interrupción, hoy lo doy por clausurado. Esto no quiere decir que me haya jubilado de la red, sino que he pasado el relevo a otro blog que sigue la misma línea de Nihil Obstat. Se trata del blog The Catalán Analyst y de la cuenta de Twitter del mismo nombre: @CatalanAnalyst . Os los recomiendo.



Muchas gracias a todos por haberme seguido con tanta fidelidad durante todos estos años.


martes, 23 de septiembre de 2014

Voto contra Democracia

El voto, sin limitaciones constitucionales, no es otra cosa que la fuerza bruta con guante de seda. Cansa repetirlo, pero el voto por si mismo no es la democracia. O por lo menos, no es lo que en Europa y en EEUU se ha entendido por democracia en los últimos 300 años, es decir, la democracia liberal o constitucional, también conocida como deliberativa o representativa. Los otros apellidos de la democracia -directa, participativa, popular…- son otra cosa distinta, muchas veces opuesta, a la democracia liberal. Gustará o no. Se estará con ella o contra ella, pero de democracia constitucional, como de madre, solo hay una.

Repitámoslo una vez más: la piedra angular de la democracia liberal es la limitación del poder del gobierno, cuya función principal es garantizar las libertades y los derechos ‘inviolables’ de todos los ciudadanos, que nadie puede recortar ni abolir. Nadie. Ni el rey, ni la Iglesia, ni una mayoría electoral. En una democracia constitucional, el Estado respeta a las minorias y no puede imponer ningún modelo étnico, racial, cultural, religioso o de otra naturaleza si ello comporta una ruptura con los derechos y libertades fundamentales. Esta ha sido, sin duda, la mayor revolución política de la historia. Cambiar el quién manda por cómo manda.

Por el contrario, el único objetivo de la democracia iliberal (o cualquiera que sea su apellido) es alcanzar el poder y usarlo para imponer un modelo particular. Los iliberales no quieren que existan limitaciones al poder de la llamada ‘voluntad popular’, supuestamente expresada en la mayoria electoral. Los procedimientos que inhiben la democracia directa son vistos como ilegítimos, como una mordaza para la voz del pueblo. Los ‘derechos naturales’ o preexistentes son rechazados por considerarlos teológicos o supersticiosos, sin querer entender la explicación evolucionista de los mismos. La democracia iliberal es, pues, incompatible con el estado de derecho.

Esta concepción iliberal de la democracia, aunque siempre ha existido, empezó a crecer a finales del siglo XX especialmente entre los grupos antisistema y se ha ido extenidendo paulatinamente entre las nuevas generaciones y fuerzas políticas tradicionales de izquierda, empujadas por una crisis que ha suscitado la búsqueda de nuevas alternativas. La democracia directa, participativa, referendaria ha impregnado también a los movimientos nacionalistas. La vicepresidenta de la Generalitat de Cataluña, Joana Ortega, afirmó hace unos días, como la cosa más natural del mundo, que los problemas de nuestra democracia se resuelven con más democracia. Una afirmación propia de Pablo Iglesias, pero totalmente impropia de una dirigente de un partido conservador como Unió Democrática de Catalunya y de una licenciada que ha estudiado derecho durante nueve años.

Los referéndums sólo suelen ser útiles para ratificar o rechazar lo que han consensuado las fuerzas políticas democráticas en un parlamento sujeto al imperio de la ley y a los principios constitucionales. Como mucho, pueden servir para preguntar a los ciudadanos a qué hora prefieren que les recojan la basura, pero nunca para decidir a priori sobre derechos o problemas complejos. Incluso los más acérrimos defensores de la democracia directa no aceptarían que se celebrase un referéndum para decidir la expulsión de una minoria racial o religiosa, la detención y deportación de los inmigrantes ilegales, la penalización de la homosexualidad o la restauración de la pena de muerte.

Sin embargo, no hace falta poner ejemplos tan dramáticos para comprobar los peligros que comporta gobernar por referendo. El ejemplo de California es ilustrativo. Durante algunos años, la fiebre referendataria se desató en el estado más poblado de la Unión. Se legisló tanto en base a los resultados de las consultas que el gobierno quedó sin capacidad de maniobra. En 1974-1975 se preguntó al pueblo si quería más o menos impuestos. Y el pueblo, como era de esperar, votó por menos impuestos. Ello les condujo, dos años después, a graves apagones energéticos por la senzilla razón de que se privó al Estado de la capacidad financiera para invertir en infraestructuras.

Los referéndums no sólo han limitado la capacidad del estado de California para cobrar impuestos sino que también han establecido nuevas obligaciones de gasto. Los californianos quieren vivir en una utopía fiscal donde se puede limitar el alza de impuestos y al mismo tiempo expandir indefinidamente el gasto público. Por ejemplo, los ciudadanos aprobaron una moción popular para aumentar las sentencias contra los delincuentes comunes, pero impiden que se apruebe un aumento de impuestos para ampliar la infraestructura carcelaria a pesar de que en 20 años el número de personas encarceladas en prisiones del estado de California pasó de 80 mil a 170 mil. Los referéndums permiten, pues, que los ciudadanos hagan uso de su soberanía pero no facilitan que lo hagan con sabiduría.

Se dirá, sin embargo, que el sistema de referendos funciona mejor en Suiza. Y parece ser así. La razón de ello es que en el sistema suizo existen tres tipos de decisiones en los cuales la participación de los ciudadanos es diferente. En los asuntos constitucionales, los ciudadanos participan a través de iniciativas populares o a través del referéndum obligatorio en caso de cualquier reforma constitucional. En temas de importancia secundaria, que incluyen las leyes ordinarias, los ciudadanos pueden decidir si quieren intervenir mediante la iniciativa legislativa o propugnando un referéndum para revocar una ley ya aprobada. En tercer y último lugar, en asuntos de menor importancia, referentes a regulaciones y ordenanzas gubernamentales, no hay participación de los ciudadanos, que los delegan en el gobierno o el parlamento.

Este sistema es positivo como forma de control del gobierno cuándo éste ha intentado aumentar su poder, sin embargo tiene importantes defectos. Los suizos se quejan que demasiadas organizaciones tienen el poder de recolectar el numero de firmas suficiente para convocar un referéndum. Esto produce un efecto “freno” en la legislación que hace que las decisiones se tomen lentamente y que la innovación política se haya convertido en algo muy difícil. Además, los grupos mejor organizados tienen ventaja a la hora de convocar un referéndum, por lo que los intereses a largo plazo y los de los grupos más débiles no están tan representados como debieran.

En cualquier caso, en ninguna parte del mundo civilizado a nadie se le ha ocurrido convocar un referéndum de secesión unilateralmente y al margen de las leyes y del orden constitucional, como va a ocurrir en Cataluña. Los nacionalistas catalanes no quieren saber nada de constituciones, de derechos o de libertades ciudadanas, si éstos no responden a sus deseos políticos concretos. El nacionalismo catalán, autista y frívolo, sólo sueña en imponer su Estado-nación con la fuerza de la mitad más uno de los votantes. Con esa fuerza bruta escondida en el guante de seda del voto.